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El otro campamento de migrantes

Publicado el 17 de enero de 2019
por Kau Sirenio en La Jornada Baja California. Fotografía de Kau Sirenio.

En el desierto de Estados Unidos pudo haber sido distinto, pero no lo fue, sucedieron otras cosas inesperadas. Francisco, a sus 45 años, se lamenta por los años recorridos en el país vecino del norte sin poder trabajar, aunque ahora vive para contar su historia y realidad fatal. Después de todo, aspira a reunir dinero para comprar un terreno dónde construir su casa en Tecate.

Antes de caminar entre los cactus del desierto de Mexicali, Baja California y Sonora, Francisco Cárdenas salió de Colima hace 30 años. Dice que regresó hace dos años, pero no se acostumbró a la vida rural por eso volvió a migrar a la frontera, ahora acompañado de su esposa, con quien tuvo gemelos.

“La verdad, no me acostumbré a estar allá, así que regresé de nuevo, a intentar [cruzar] de nuevo; fue una mierda. Me secuestraron cuando intenté cruzar en Tamaulipas”, recuerda con la mirada fruncida en dirección la valla fronteriza.

Lo cierto es que Francisco no es el único que se quedó en la frontera. En la plaza de la Constitución de Tijuana (conocida como plaza del mapa) acamparon alrededor de 500 personas. El campamento fue instalado frente a las oficinas del Comité Ejecutivo Municipal del Partido Revolucionario Institucional (PRI). “Como el comité de ese partido ya ni viene por eso nos instalamos aquí”, dice un señor que apenas puede con la carga que lleva a cuestas.

Francisco mira con nostalgia a los andrajosos del campamento, mueve la muñeca izquierda y suelta otro cacho de su pasado: “Aquí está cabrón, si no organizas tu vida terminas en el canal, porque esto es la muerte apá… si no te levantas de la depre de la deportación, te mueres por el alcohol y la droga te va carcomiendo hasta quedarte sin vida”.

La vida de los migrantes en el campamento de mexicanos deportados es muy distinta. Aquí la convivencia es el México chiquito que concentra los estados del Sur, se refieren los unos a los otros con el lugar de procedencia cuando se comunican entre ellos: “A ver Chiapas, tira un paro con un cigarro”, o “Puebla, ven a comer”, buscar a alguien por su nombre es más complicado que por estado.

Mientras, Francisco Cárdenas voltea a ver a través de los barrotes metálicos que impiden que pase a Estados Unidos, en el campamento ocurre de todo. Unos alinean las 240 casitas conformadas por tiendas de campaña, otros hacen aseo en los pasillos, el resto solo miran lo que ahí sucede.

¿A quién hay que preguntar sobre el campamento?, rompo la plática con Francisco. Mientras toma su gemelo y le acaricia la cabellera sugiere: “Allá en el fondo pregunta por Miguel Ángel”. Antes de marcharse del campamento agrega: “Hace dos años y medio llegué aquí, como pude… empecé a trabajar; con lo poco que ahorré me fui a rentar un cuarto a Tecate. Ahí vivo con mi familia ahora. Hoy vine a visitar a mis amigos para saber cómo les fue en esta navidad”.

“Mira, esta chamarra me queda, creo que a ti te queda el pantalón”, le dice un hombre a su compañero.

“Están buenas las ropas, por lo menos para trabajar sí nos sirven”, contesta el otro.

Así transcurre la tarde del miércoles en el campamento de los deportados, los acuerdos y el jaloneo por las mejores prendas son continúas, sin embargo, otros se aíslan del montón de ropa para cuchichear entre ellos.

“¿Quién es Miguel Ángel?”, quiero saber.

“Mira, es el que, trae la chamarra, ¿ya lo viste?, el que está platicando con la señora, con él vete”, me dice casi ordenando el michoacano.

Michoacán y Guanajuato hacen equipo para recoger la basura, uno barre, el otro riega el piso con desinfectantes. Frente a ellos, Miguel ordena a los demás a organizar las despensas que les llevó una familia.

Moreno, de unos 160 centímetros de estatura, Miguel Ángel Dehita Alcántara, El Jarocho, supervisa meticulosamente el campamento, revisa que no haya basura regada ni desorden entre los inquilinos. Además, cuida que los 13 voluntarios hagan su trabajo antes de platicar con el reportero que escribe. Dehita se despoja de su chamarra y se la entrega a un señor de cara marchita por los surcos de arrugas que delatan su edad.

Él está ahí porque conoce Tijuana, le tocó presenciar cómo jóvenes  morían en ese canal que está entre la valla fronteriza y el territorio mexicano, ahí se drogaban y no tenían qué comer. Vivió por meses en el canal de agua negra de la ciudad; de ahí amarró amistad con indigentes que ahora lo visitan al campamento desde que se hace cargo, el cual alberga 500 personas.

“Conozco muy bien a las personas en situación de calle” afirma como si alguien quisiera arrebatarle la palabra. No lo dice por orgullo, lo dice para reivindicar su pasado.

Para pernoctar en este campamento las personas deben tener consigo su orden de deportación, de ahí mostrar buena conducta con sus compañeros. Los disciplinados son gratificados con un albergue más digno y seguro para pasar la noche mientras consiguen dinero para regresar a su comunidad de origen.

Nacido en Orizaba, Veracruz, Miguel Dehita comparte algunas de sus responsabilidades en el campamento: “A los más tranquilos los llevamos al albergue Juventud 2000, mientras que a los conflictivos, que no acatan las reglas mínimas, terminan quedándose aquí, pero aquí también hay reglas qué cumplir”.

Agrega: “Empecé como voluntario en la asociación Ángeles sin Fronteras, con ellos estuve cuatro años, después pasé el albergue Juventud 2000. Ahora estoy de encargado de este campamento”.

Antes de llegar a Tijuana en 2011, Miguel estuvo en una prisión estatal y después del juicio en Las Vegas, Nebraska fue deportado a México, al llegar a la ciudad fronteriza tuvo que vivir en la calle porque no traía ni siquiera un dólar para comer.

Además de cuidar que no haya riña en el campamento, Miguel habla de su proyecto para 2019: “Como aquí no tenemos para comida porque no hay presupuesto, pues organizamos el batallón de limpieza para emplearlos en la limpieza en las calles y lo que aporten lo ocuparemos en la cocina que vamos  a montar para los deportados”. Hasta ahora los únicos tienen posibilidad de cocinar ahí, son los voluntarios”.

Cuando se fue a Estados Unidos, El Jarocho apenas había cumplido los 22 años, sin la primaria concluida decidió viajar a Nebraska para reunirse con sus familiares. Su estancia ahí le permitió dominar una segunda lengua el inglés. Sin embargo, sus planes se vinieron abajo cuando fue detenido en una riña entre pandillas.

Una vez cruzando la frontera de Estados Unidos y México, todos tienen nueva historia que contar y recuerdos que tragar mientras que otros sueltan las lagrimas por la frustración de no poder volver.

En ese camino muchos se encontraron y vieron morir a sus compañeros en el desierto, pero ahora son afortunados porque cuentan su vivencia, dolorosa, pero tienen que contar y viven para hacerlo. Así como Francisco y Miguel Ángel se conocieron en el campamento, sin hacer grande amistades pero se deben entre ellos, ambos no volvieron a sus estados natal porque la vida cambió para siempre.

En estas cosas que no siempre ocurren, pero el camino siempre los pone juntos cuando fueron deportados de la costa Oeste de Estados Unidos.

No es la primera vez que mexicanos deportados instalan un campamento aquí, lo han hecho varias veces desde 2013, ahora con el recrudecimiento de la política migratoria del país vecino regresaron. “Hubo un campamento antes, desconozco los motivos por qué lo quitaron. Lo que sí sé es que en una redada de hace dos años se llevaron a todos los compañeros a centros de atención a migrantes, pero tiempo después, las personas volvieron a la calle y en una situación peor porque perdieron lo poco que habían juntado”.

Aparte de cuidar que haya buena convivencia en el campamento, el equipo de voluntario que acompaña El Jarocho apoya a connacionales con trámite de acta de nacimiento y credencial de elector para que puedan trabajar o por lo menos le sirva para tránsito a sus comunidades.

“Muchos compañeros ya trabajan, como no tienen documentos de identidad, se emplean en la construcción o van al mercado a limpiar frutas y verduras, los demás esperan regresar con sus familiares, aunque esta es una situación más complicada” dice un voluntario.

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