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De cara a la muerte/ parte 2 La travesía de los migrantes por México: Sangre en el monte y en las vías

Publicado el 3 de abril de 2013
por Shaila Rosagel en Sin embargo 

 

Con el lodo hasta la cintura, Elizabeth cierra los ojos y recuerda el rostro de Sarvia, sus ojos café claro de pestañas largas, su cara blanca y aquel cabello castaño y lacio.

–Mamá, ¿a dónde vas? –le dijo su hija menor, de seis años–. ¿Cuándo regresas?

La mujer abrazó el cuerpecito menudo de la niña y la besó antes de dejarla en casa de su abuela, en Tegucigalpa, Honduras.

Sarvia está enferma del corazón. Le dieron dos infartos y para aspirar a una oportunidad de vida, debe pagar un costoso tratamiento y una alimentación basada en proteínas. Carne roja y leche.

Pero en casa de la abuela sólo hay frijoles y arroz y Elizabeth es una madre soltera desempleada, sin un peso en la bolsa.

–Volveré pronto mi niña– le dijo.

Ahora lo recuerda, metida en el fango como está, y se aguanta las ganas de llorar. A unos metros de Elizabeth todo es terror. Las mujeres y los niños gritan.

Se escucha el rugir de los motores de las motocicletas y camionetas y machetes cortando… machetes afilados partiendo en dos a seres humanos. Está cerca de las vías del tren de Coatzacoalcos. Ella y María Josefina Camargo, una mujer de 40 años que también trata de llegar a Estados Unidos para conseguir trabajo, están escondidas. Hasta el momento lograron escapar de la masacre. Son las 11:00 de la noche y desde el pantano, Elizabeth puede escuchar el tren. En la oscuridad hay la suficiente luz de luna para ver, como unos hombres lanzan sobre las vías ferroviarias a hombres jóvenes y cómo la máquina los despedaza. No queda nada. Entonces Elizabeth intenta no gritar. Está horrorizada.

–¡Mamita, mamita! –grita un niño. Luego chilla. El griterío agudo de niños y mujeres se mezclan. Ellas suplican por la vida de sus hijos, suplican.

El terror se prolonga hasta la madrugada. Son las 2:00 de la mañana cuando todo se queda silencio. Las motocicletas se fueron y los gritos cesaron. El llanto. Todo es pantano y obscuridad.

Elizabeth y María salen arrastrándose del lodo y poco a poco se asoman al exterior. El panorama es devastador. Muertos, todos están muertos. Masacrados. Sangre en el monte y en las vías. Corren desesperadas hacia un camino de terracería y metros más adelante, hay unas casas. –¡Ayuda!, ¡Ayuda! –suplican. Pero nadie abre la puerta. Tocan las portones que salen al paso y al final una mujer se asoma. –¡Váyanse!, ¡Lárguense! Ustedes son  puro problema. Fuera de aquí. Las dos mujeres regresan al pantano y ahí se quedan hasta las 4:00 de la madrugada, cuando vuelven a salir obligadas por los moscos y los animales del lodo.

 

EL TREN DE LA MUERTE

“Salí un 20 de febrero de Tegucigalpa y dejé a mis niñas de nueve y seis años. Crucé todo Guatemala en autobús, llegué a la frontera de México y pasé por Tenosique en autobús hasta Palenque. Ahí en Pacalná esperé el tren que va para Coatzacoalcos. Venía con María de 40 años”, dice.

La piel morena de Elizabeth brilla con el sol que se cuela por la ventana de la estancia-comedor del albergue La 72 y contrasta con el fucsia de su blusa strapless de tirantes. La mujer de 28 años tiene los ojos grandes, café oscuro, una delgada nariz y labios gruesos.

Era un domingo a las 10:30 de la noche a la altura de Pacalná, Palenque, Chiapas cuando ambas mujeres escucharon el silbato del tren. Habían esperado tres días y dos noches. Junto con una centena de indocumentados brincaron a los vagones. Se acomodaron entre la gente y tenían prisa por llegar a Coatzacoalcos. Elizabeth se comunicó días atrás con un tío que vive en Estados Unidos y le pidió ayuda.

–Necesito que me ayude, tío –le dijo–. Mi problema es muy grande. Tengo la niña muy enferma y necesito trabajar, en Honduras nos estamos muriendo de hambre. No hay trabajo. Sólo tenía que subirse a ese tren y llegar hasta la frontera de México con Estados Unidos, era cuestión de 20 días.

–Hora y media después de que nos subimos y que el tren empezó andar, un hombre llegó al grupo donde nosotros íbamos. Sin mediar palabra le dijo a otro muchacho “tu llevas gente, eres pollero”. El  muchacho era humilde, catracho y le dijo que no. “Deja de mentir que vos llevas gente y si no pagas los 100 dólares te voy a matar ahorita” y lo mató. Le cortó la cabeza con un machetazo-. Luego el asesino, dice Elizabeth, cortó en cuatro partes a su víctima y las lanzó del tren en segundos.

–Los que íbamos ahí en el vagón, quedamos salpicados de sangre –cuenta. Se lleva las manos al rostro, toma un poco de aire y sigue–: Yo quería tirarme del tren, quería bajarme, pero era una zona montañosa. Nos alejamos de ese grupo y nos bajamos a un lado de las llantas. Ahí nos fuimos acurrucaditas hasta llegar a Coatzacoalcos. Cuando llegaron, Elizabeth y María esperaron al siguiente tren para seguir su trayecto hacia el norte.

El ferrocarril llegó a las 11:30 de la noche y las mujeres abordaron de nuevo uno de los vagones, con la esperanza de que habría mejor suerte. Sin embargo, Elizabeth y su compañera de viaje, estaba lejos de imaginarse lo que vivirían en las siguientes horas y días. –En cada vagón iban ocho maleantes. Cuatro se suben a informarse en la estación  y cuatro después, en el trayecto, con armas. Las armas que traen son calibre 22,  38 y metralletas. El tren de 150 vagones, llevaba unas 120 personas en cada uno y en el compartimento de las llantas había gente amontonada. Después de 20 minutos de marcha, los gritos y el llanto iniciaron.

–Si no tienes para pagar los 100 dólares no puedes ir en este tren, te tienes que bajar –les decían los criminales a los indocumentados mientras les apuntaban en la cabeza con sus pistolas y machetes. A varios migrantes los tiraron del tren. Elizabeth hace una pausa y solloza. “¡Dios, aún no se me pasa el shock!, ¡Dios las cosas que vi no las puedo olvidar!”, se lamenta. Vio a una señora que llevaba consigo a una niña de unos nueve o diez años y un niño de cuatro. Un hombre le pregunto: “¿Quién te lleva, dime quién es tu guía”. La señora no contestó. El maleante agarró a la niña del cabello y la lanzó del tren. Ella no pudo hacer nada. El tren seguía corriendo.

La señora lloraba, gritaba por su niña, no pudo hacer nada porque el tren corría. La pequeña se quedó en las vías del tren. Su madre siguió el camino sin ella. “La mataron. Uno de adulto, si se lanza de esa velocidad, se muere. Pobre criatura…”, dice Elizabeth mientras se seca las lágrimas. Los hombres armados empezaron a cobrar la cuota de 100 dólares y a lanzar del ferrocarril a los indocumentados que no pudieran pagar. Cuando ya llegaron a donde iban, los empezaron a bajar del vagón.

El tren se estaba deteniendo. “En cuanto pudimos saltamos y corrimos. Abajo había muchos criminales esperando a la gente. Empezaron a capturar a las mujeres. Agarraban a las muchachas y las metían en un círculo de unos 20 maleantes.

Yo sólo escuchaba gritos”. Elizabeth y María corrieron hacia el monte y uno de los hombres armado con un machete las persiguió durante media hora. “Yo no miré para atrás, corrí por salvar mi vida. Sólo escuchaba que gritaba: ‘¡Se nos pelan esas morras! ¡Hay que seguirlas porque estas morras se nos van! ¡Se nos van!’” La mujer reconoció el acento: era mexicano. Porque en el trayecto escuchó entre los criminales a salvadoreños, guatemaltecos y hondureños. Lograron escapar. Se ocultaron en un pantano donde pasaron una noche entera entre gritos y muerte.

QUIERE SALVAR A SU HIJA –¿A dónde van muchachas, son catrachitas verdad? –preguntó un hombre mayor. –Sí, vamos hacia el puente de Coatzacoalcos–, contestó Elizabeth. –No vayan para allá, están los secuestradores de migrantes. Pueden quedarse en mi casa, comer y asearse –propuso. Ambas mujeres se quedaron durante tres días y dos noches en la casa de aquel hombre. Se lavaron el lodo del pantano y durante su estancia, tres criminales llegaron a preguntar por ellas. –Son dos mujeres, una morenita y una güerita. Una de ellas es mi prima y no la encuentro –mintió el hombre.

Después de los tres días, las hondureñas siguieron su camino. Pero abandonaron la idea de llegar al norte. María sólo quería regresar a Honduras y Elizabeth, olvidar que en su país no había esperanza y que la esperaba una hija enferma a quien no podría ayudar a sobrevivir. –Caminamos cinco días rodeando el puente de Coatzacoalcos. No bebimos agua dos días, no comimos. El clima estaba helado, anduvimos en las montañas.

Cuando encontramos carretera, el chofer de un tráiler nos llevó hasta la entrada de Villahermosa. En la capital de Tabasco, las mujeres siguieron caminando y cruzaron la ciudad a pie. Un sacerdote católico le dio 100 pesos a cada una para tomar un autobús hacia Pacalná, Palenque. –Así llegamos a Pacalná y unas monjitas nos dieron asilo. María se quiso ir y se enojó conmigo porque yo ya no seguí. Les conté a las monjas de mi necesidad de encontrar un trabajo para ayudar a mi hija y me dijeron que me quedara, que de alguna forma saldría adelante. María tomó provisiones y se fue. Elizabeth no volvió a saber de ella.

En Pacalná, Elizabeth regresó al lugar donde su pesadilla inició. El sitio de las vías del tren que se lleva a los migrantes a un destino incierto.

*** La tarde empieza a caer y en Tenosique huele a hierba mojada. La hondureña viaja al pueblo, a las oficinas del INM para continuar con su trámite de visa humanitaria. Observa por la ventana y afuera sólo se ve el verde de los árboles y se respira el aroma de la tierra mojada. Está cabizbaja, entristecida por los recuerdos. –¿Cómo es Sarvia? ¿Se parece a ti? -No, ella es blanquita. Se parece a su papá. El rostro de Elizabeth ahora sonríe y es el de una madre. –Mi flaquita es muy inteligente. Enfermita y todo, pero va con excelencia en la escuela. El 20 de abril es su cumpleaños, ojalá yo ya tenga la visa y trabajo para mandarle unos centavos.

Mario M. tiene 16 años y hace dos meses salió de Copán Ruinas, Honduras. Cruzó sin problemas la frontera de Guatemala con la ayuda de un “pollero” que lo abandonó a su suerte apenas pisó tierra mexicana.

El jovencito migró con tres amigos más, pero en un tramo del municipio de Tenosique, Tabasco fueron asaltados por unos encapuchados y lanzados a un pantano. –Me pusieron una pistola en la cabeza. Sólo recuerdo que no dejaba de temblar y a uno de mis amigos, le dieron un cachazo en la frente y le reventaron la ceja –dice. En el pantano unos animales negros se le metieron en la piel y cuando lograron salir, los otros tres indocumentados abandonaron la misión de llegar a Estados Unidos en busca de una mejor vida y se regresaron a Honduras. Pero Mario M. prefirió quedarse en el país y está dispuesto a empeñar su vida por cruzar la frontera entre México y el país anglosajón. Sus motivos son poderosos.

En Honduras no tiene acceso a la educación. Trabaja con su padre en una bodega de café bajo el sol. Ambos ganan el equivalente a siete dólares diarios. –Pero sobre todo porque tengo un hermanito de ocho años que quiero sacar adelante. No quiero que pase lo que yo. Yo fui violado por un primo a esa edad –confiesa el jovencito. La tragedia de Mario M. se agrava aún más. Su madre tiene cáncer de seno y la responsabilidad de la manutención del hogar recae únicamente en el padre. –A veces me pregunto por qué uno nace así. Por qué otros chavos de mi edad son felices, pueden estudiar y yo no. No me quiero quedar en México.

En Estados Unidos quiero trabajar, me gustaría ser doctor. Aquí la gente me dice que me vaya a mi país, que los migrantes somos delincuentes. Mario tiene la esperanza de que el Instituto Nacional de Migración (INM) le expida un permiso de un mes para desalojar el país. Pero de no ser así, está resignado a tomar el tren que pasa por la cabecera municipal Tenosique. –No tengo otra opción. Me da miedo el tren y se me enchina la piel cuando veo a la gente que se sube. Tendré que hacerlo, si no tengo otra opción.

De acuerdo con Fray Tomás González Castillo, director de la Casa Hogar para Migrantes La 72, del total de indocumentados que pasan por Tenosique 15% son menores de edad entre nueve a 17 años; 10% son mujeres; 2% madres con niños y embarazadas y la gran mayoría, 90%, son  hombres. Según las cifras del INM durante 2012 la dependencia devolvió a sus países de origen a 79,426 migrantes, de los cuales más de 60% fueron guatemaltecos y hondureños. Aunque el grueso de los indocumentados que transitan por el país son hombres, el año pasado del total de los migrantes mayores de 19 años, 11.8% fueron mujeres y menores de 18 años, 7.1%.

Organizaciones como Amnistía Internacional han documentado la violencia contra las mujeres migrantes. En su informe Víctimas Invisibles, Migrantes en Movimiento en México, la organización dice existe un consenso entre organizaciones civiles y de salud de que seis de cada 10 mujeres y niñas indocumentadas son violadas en el país.

El peligro principal es para aquellas que viajan por la zona del tren, pues son presas de bandas delictivas, traficantes de personas, otros migrantes o funcionarios públicos corruptos. Amnistía Internacional alerta sobre que las bandas delictivas violan a las mujeres como parte del “precio” que estas tienen que pagar por su derecho a cruzar el país.

“Según algunos expertos, el peligro de violación es de tal magnitud que los traficantes de personas muchas veces obligan a las mujeres a administrarse una inyección anticonceptiva antes del viaje, como precaución contra el embarazo derivado de la violación”, se lee en el documento. A pesar de que organismos internacionales y nacionales han alertado a través de estudios, trabajo de campo y académico. Recopilación de datos y testimonios en los albergues para migrantes de todo el país, evidencia de los crímenes que se cometen en contra de los indocumentados centroamericanos; continúan pereciendo y padeciendo impunemente todos los días.

–Es un hecho que los maquinistas están de acuerdo con los maleantes. No sé si porque los amenazan o porque les dan dinero. Pero detienen el tren donde no deben hacerlo, antes de llegar a la estación y ahí se suben los criminales a golpear a la gente –dice la hondureña Elizabeth Varela. Rubén Figueroa, del Movimiento Migrante Mesoamericano y miembro del albergue La 72 dice: –Todos los días llegan y llegan víctimas.

Aquí les damos asilo, pero al final de cuentas son víctimas que se subirán a ese tren de muerte. Al que ves sentado aquí, descansando o comiendo un plato de arroz, lo puedes ver más tarde, mutilado o asesinado en las vías del tren.

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